Tienes lo ojos cerrados, crees dormir. Cuatrocientos diez días han pasado desde que te rescataron de aquella caverna de Cuetzalan. Tienes las piernas pegajosas por el agua salitrosa, los tendones enmohecidos con plantas negras, la piel desmayada a menos un grado centígrado, las lágrimas de vidrio; ves sombras, pierdes el sentido del tiempo y del lugar. Escuchas las Cuatro Estaciones de Vivaldi que te recomendó el psicólogo, las notas te hacen regresar a la recámara, el tono de mensaje interrumpe tus recuerdos, te molesta la osadía de quien se atreve a violentar tu madrugada. Presientes algo extraño, es una mala noticia, piensas, mientras levantas las almohadas para encontrar el celular. Prendes la lámpara de un solo golpe, el identificador señala a Nacho y sabes que eso no es posible…Él es el único amigo que después de la aventura descansa.
Cierras el teléfono, lo
vuelves a abrir, revisas la procedencia del mensaje. Es el número del buen
Nacho” Ayuda, no me dejen, estoy vivo… Sientes como dos manos te
presionan sobre la almohada hasta que casi no puedes respirar y te volteas.
Vuelves a leer el mensaje, lo respondes: ¿Nacho?. Llega otro
mensaje. Vuelve a pedir ayuda. Se te hace de muy mal gusto la broma y decides
llamar al número; tiemblas, te duele la cabeza…¡te manda a buzón!. Revisas los detalles
de los mensajes recibidos: Fecha de envío, hace trescientos noventa y nueve
días. Lloras. Te paras frente al espejo: ¡Emilio, nada pudiste hacer!.